José Mujica murió este lunes a los 89 años en su chacra de Rincón del Cerro, el mismo lugar desde donde alguna vez gobernó Uruguay con botas embarradas y discursos de esperanza. “Hasta acá llegué”, había dicho meses antes, agotado por un cáncer que lo debilitó pero no le quitó ni la ironía ni la ternura. La noticia la dio su heredero político, Yamandú Orsi, con quien compartió la última campaña electoral. Aun así, la muerte de Mujica deja un vacío más profundo: el de un referente ineludible de la inclusión y la justicia social en América Latina.
Desde la presidencia (2010–2015), Mujica defendió los derechos de quienes históricamente habían sido expulsados del centro político. Impulsó leyes que ampliaron la ciudadanía real de mujeres y disidencias sexuales, como la legalización del aborto, la adopción homoparental y, sobre todo, el matrimonio igualitario. En 2013, Uruguay se convirtió en el segundo país latinoamericano en aprobarlo, y Mujica lo celebró con un argumento sencillo pero contundente: “No legalizarlo sería torturar inútilmente a las personas”. Con esa claridad, desarmaba prejuicios y corría los límites de lo posible.
Aunque muchas de esas conquistas nacieron del empuje de los movimientos sociales, Mujica supo usar el poder para acompañarlas. “Ver la homosexualidad es ver la realidad”, dijo en una visita a Costa Rica. Lo mismo pensaba sobre el consumo de marihuana: regularlo era un modo de enfrentar al narcotráfico con políticas públicas, no con cárceles. Así, hizo de la inclusión una herramienta de Estado y no solo un discurso progresista.
Aliado sin estridencias, Mujica entendía que el cambio era colectivo y que el protagonismo debía ser compartido. “Los hombres no hacemos historia, hacemos historieta”, dijo antes de morir, burlándose de sí mismo. Su legado, sin embargo, está lejos de ser una anécdota. Está en cada derecho conquistado, en cada joven que se siente menos solo, en cada vida que hoy vale un poco más.